Desde que tengo uso de memoria, me veo a mí misma jugando a hacer teatro. Tragedia existencial. Se me daba bien hacer llorar al público. Cuando cumplí 19 años era especialista en melodramas, dentro y fuera de la escena. Entonces hice un curso de clown. Toda una vida de controladora y de mariperfecta dedicada a organizar el mañana sin tregua, entró en crisis. Sufrí con toda mi alma, quiero decir con todo mi ego, aquella primera experiencia con la nariz. Convencida de que el humor era cosa de hombres, si reincidí, fue por la risa, hasta que un día entré en una improvisación como en un trance.
Lo supe después, casi diez años más tarde, gracias a la comprensión de mí misma a la que me abrió el feminismo...